“Vamos licenciada, para que conozca”. Es el pastor Boris Valdés–sin tilde en la “e”, él mismo aclara–, quien me habla. Son las dos de la tarde de un viernes. Acompaño al religioso por una de las maltrechas calles de Barraza, un barrio conformado por tres o cuatro cuadras, en donde viven integrantes de las pandillas más violentas del sector.
El pastor me presenta a un amigo de la infancia. Con él, comparte las mismas marcas en el cuerpo que les recuerdan su paso por “Los pitufos”, una de las primeras pandillas de la zona. “Todos tenemos el mismo tatuaje”, comenta el recién llegado mientras se sube la camiseta y lo muestra.
Unos metros más adelante, el pastor señala otro grupo de conocidos: “Al que está ahí, sentado, le mataron al hermano. El que está allá, en la silla de ruedas, le metieron diez tiros, no puede caminar. El jugó conmigo ‘Lego’ cuando éramos chiquitos”, recuerda el pastor.
De repente, al ir avanzando, la zona dejó de ser un barrio común para transformarse en un campo de lisiados. Cada uno de ellos puede contar con detalle un manual de cómo sobrevivir a las penurias económicas y al plomo. El pastor señala a otros dos, quienes son de los pocos con la fortuna de haber llegado a los cincuenta años. De esas cinco décadas, las dos terceras partes de su vida las estuvieron recorriendo las cárceles del país. Uno de ellos metió treinta y cuatro años, el otro trece. Se conocen todas las mazmorras del país.
Entre los cuatro, confiesan los momentos más agrios de su memoria: “A mi papá lo mataron ahí, ve” indica uno mientras muestra la pared que está a mi espalda. “El que le disparó se murió en estos días”, termina de decir. El mismo hombre se levanta la camiseta para mostrarme una cicatriz gruesa y horizontal que le ocupa casi todo el abdomen. Fue una vez que le metieron sus buen par de tiros, casi se muere. La escena se convierte en un muestrario de costuras morfológicas en la espalda, en el brazo, en la pierna. Las reseñas de una sucesión de hechos horribles.
EL PASTOR Y SU TEMPLO
Boris Valdés es uno de los hombres más buscados del barrio, pero no por la Policía; sino por la gente. Lo conocen porque él emergió del mismo vientre delincuencial, pasó por el mismo ciclo que todos: hambre–riesgo–delito–cárcel–hambre–delito–cárcel. Sin embargo, alcanzó a interrumpir el círculo vicioso. Eso fue hace más de una década, “con la ayuda de Dios”, comenta. Identificó al enemigo. Supo que no era el pandillero rival; sino la necesidad, que siempre será más fuerte que el miedo a perder la vida.
Ahora, el pastor es quien recluta a los pandilleros para tratar de arrancarlos de las garras de las bestias. Cuando uno de ellos acepta a Dios, la labor del pastor consiste en mediar con el enemigo. Le da seguimiento al muchacho, le brinda alimento, lo pule, y, cuando estima que está restaurado, lo impulsa para que llene los formularios para suplir alguna vacante en el sector de la construcción.
La iglesia es una zona de paz para cualquiera, así sea que haya matado a la mitad de la cuadra. Intramuros, rige una especie de código que salda deudas pendientes. Cuando uno acepta a Dios, lo dejan tranquilo; pero si cruza nuevamente la raya, lo matan.
El pastor tiene más de noventa personas a su cargo y la empresa encargada de construir los seis edificios del barrio lo acaba de contratar como supervisor de todos los jóvenes que ingresan a trabajar en la obra. No es tarea fácil, se trata de gente acostumbrada a ganarse la plata rápido y a la fuerza, por lo tanto, les cuesta mucho trabajo seguir órdenes y adaptarse a horarios de trabajo.
LA RESOCIALIZACIÓN
Nos encontramos a la espera de una entrevista de trabajo para uno de los muchachos, quien así como yo, aguarda por el pastor.
Gustavo nunca pensó que cumpliría veintiséis años. Me sorprende cuando afirma que no imaginó cumplir “tanta” edad, porque sus amigos han muerto en la adolescencia, a veces, destaca, no llegan a sacar la cédula. Antes del 2009, cuando conoció a Dios, Gustavo era el sicario de una de las bandas más violentas. “Después de pasar unos meses en la cárcel fui a a batear de nuevo, tiré bala, maté, piqué muertos, secuestramos, cualquier cantidad de cosas”, me dice. “Era un témpano para lo que fuera”, añade. Así como Gustavo, en el país se cuentan más de siete mil quinientos pandilleros cuyo principal combustible es la drástica reducción de oportunidades laborales. –Éste era terrible, licenciada, es un milagro de Dios– sostiene el pastor. El pastor prefiere no profundizar y que sea Gustavo quien revele sus traumas.
GUSTAVO, SIN FAMILIA
El joven es una prueba viva del reto que enfrenta la nueva administración gubernamental que pretende desarticular los grupos criminales con trabajos temporales. A partir del 2009 se agregaron más de trescientos mil empleos a la economía, pero sólo uno de cada veintiocho de estas nuevas plazas benefició a jóvenes. En la última década la economía se duplicó, el empleo aumentó en más de la mitad, pero irónicamente en el mismo tiempo se duplicaron los homicidios y los robos a mano armada, se triplicaron los delitos y se quintuplicaron los pandilleros.
Gustavo hoy está vivo y trata de salir del círculo vicioso de la violencia. Sin embargo, en el camino, la violencia se llevó a varios de los suyos.
El 12 de septiembre de 2009, el día de su cumpleaños, fue el último día que Gustavo vio a su hermano con vida. El cuerpo de su hermano amaneció en un potrero, quemado, con seis impactos de bala. Gustavo cuenta con cierto enojo que cuando la familia fue a reclamar el cadáver a la morgue había un señor que tenía horas de estar esperando.
-Era mi papá. Se apareció cuando yo era un adolescente. Le dije: “¿Tú estás loco? Padre es el cría. Mi papá es el pastor que ves ahí”.
Quizás la figura paterna estuvo ausente, pero su madre ocupó ese lugar: “Mi mamá daba la cara por su hijo”. Tanto así, que hasta llegó a delinquir por él, cuenta Gustavo: “para ganar unos reales, llevaba un par de kilos de cocaína de un barrio a otro”. La dinámica era simple, comenta el otrora pandillero: “Tomaba su taxi, pues como se trataba de una señora, no levantaba sospechas. Se ganaba mil dólares por el envío”.
Pero la madre ya no está ahí. Llevado por el impulso, Gustavo se confiesa sin tapujos: “Un 11 de agosto, llegó un señor y me dijo ‘a tu mamá la mataron en el Instituto Nacional’. Ella forcejeó con un pandillero armado y en la confusión le dio un disparo en la cara. Se murió cuando cayó de frente y la acera le partió la frente.
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