La mujer centenaria narra cómo huyó de la Alemania Nazi y salvó a su esposo de un campo de concentración, su llegada a Panamá y el secreto para cumplir años con una mente brillante y entusiasmo
Cuando Gerta Stern tenía 22 años no dudó en tocar la puerta de un cuartel de la Gestapo en Hamburgo para interpretar el mejor papel de su vida.
Joven, guapa y culta, utilizó sus dotes artísticas para salvar a su esposo del campo de concentración de Sachsenhausen con una caracterización improvisada de una austriaca pueblerina “un poco tonta”, recuerda.
Huyendo ya de los nazis y prácticamente recién casados, el matrimonio Stern había llegado a Alemania desde su Viena natal en busca del consulado de Sudafrica y por un “error afortunado”, terminaron en el de Panamá.
A punto de cumplir 101 años y con una vida de película que contar, Gerta Stern relata a La Estrella de Panamá cómo llegó al país, donde ahora yacen su madre, su esposo y su hija.
Las ganas de vivir de Gerta quedan muy bien establecidas. “Un siglo da para mucho”, reconoce, tras asegurar “la vida vale la pena todos los días, los tristes y los alegres”.
Todavía coqueta, dueña de los secretos de belleza que aprendió como cosmetóloga, se mueve por su casa sin ayuda y hace planes para su próximo viaje a Europa, este mes de septiembre, donde la alemana Anne Siegel presentará el libro que lleva su nombre: “La señora Gerta Stern”.
Sobreviviente de la vida misma, nunca imaginó -confiesa- que despertaría tanta atención..
Desde hace 57 años es embajadora de buena voluntad del club internacional de mujeres Soroptimista, al que la invitó Cecilia de Remón, cuando era primera dama.
“He conocido a cinco primeras damas. Todas han sido mis clientes y Cecilia era la más moderna. Nunca se supo cómo murió”, indica sobre un episodio de la historia de Panamá que todavía sigue siendo un secreto.
“Tía Gerta”, como algunos la conocen en la consolidada comunidad hebreo-panameña, no toma especiales precauciones para su salud. Se alimenta bien y se mantiene activa. Nadaba regularmente hasta el año pasado y conducía su propio auto (un Kia sedan color beige) hasta que no le renovaron la licencia. “No sé por qué”, sostiene. “Tengo mi cabeza muy bien, recuerdo hasta la historia más chiquita de mi vida. Mi memoria es un regalo de Dios”, dice.
Ha visto morir a media humanidad, gente ajena y cercana, como su única niña, Terry, a la que esperó durante 21 años y estuvo con ella solo catorce. “Ella me dio mucha alegría”, sostiene tras reconocer que fue uno de los golpes más duros que le ha dado la vida.
Pero la muerte no es un tema que le incomode. Habla con tanta naturalidad que pasa a ser jocoso. Tiene su espacio reservado en el cementerio junto a su mamá, su esposo y su hija para el día que finalice el “bono” del que disfruta.
HUYENDO DE LOS NAZIS
Gerta y Mose se casaron en el sótano de un edificio de Viena en una boda secreta. En 1938, los nazis habían quemado todas las sinagogas Ella tenía 22 y él diez años más. “Yo lo conocí pensando que se llamaba Muño Stern y, me enteré que se llamaba Moisés cuando me casé”, rememora, aunque añade agradecida que cambió con gusto su apellido, Lagotzinsky, que ni su propia maestra de escuela podía pronunciar. “Gracias a Dios que salí de eso rápido”, apunta graciosa, “Stern es mucho más fácil de pronunciar”, admite en su español “machucado” consciente de la dificultad que implica hablar otros idiomas.
Si duda de algún detalle de su relato, cierra los ojos y hace una breve pausa, como si buscara en algún lugar escondido, que se le resiste... pide paciencia y lo encuentra. Se ríe y se excusa: tengo tantas cosas en mi cabeza, confiesa al interlocutor, que quisiera saberlo todo.
Después asocia fechas, anécdotas, y su memoria se enciende y se hace presente.
FORTUNA
Sobrevivió al nazismo, primero, porque asegura que tuvo mucha suerte, y segundo, porque jugó con valor las cartas que le dio la vida.
Ella se formó como artista (hizo baile y canto desde los cuatro años) y su marido era un conocido mago y futbolista, pero con fama de mujeriego.
La pretendió durante dos años, con la negativa de su familia, y ella solo accedió a salir con él un día que la invitó a la ópera. “Era mi pasión, no me podía negar, aunque resultó una mentirita que valió la pena”, relata entretenida .
No hubo ópera (los boletos que prometió un amigo nunca llegaron), pero si una cena en la que le declaró su amor y su respeto - “Eso es lo que entonces se estilaba”- y le pidió que creyera en su palabra de caballero. Ella le creyó y ahí nació un amor que duraría 53 años de matrimonio.
HIJA DE LA VIDA
Creció como hija única, aunque su madre había tenido dos niños que murieron pequeños. "Ella siempre quiere tenerme cerca, sabes, pero yo alejaba un poquito (sic)", dice Gerta sobre el instinto vital que siempre tuvo.
Ese “poquito” fue suficiente para otorgarle la independencia y valentía necesarias para sobrevivir.
"Cuando llegó Hitler la cosa estaba seria, queríamos escapar y Muño tenía una hermana que vivía en Sudáfrica". La idea era huir, pero para emigrar a Sudáfrica necesitaban visa.
Muño había jurado a sus padres hacerse cargo de su hermano menor de 17 años, así que los tres decidieron emprender camino juntos.
Solo en Hamburgo podían tramitar la visa y allí fueron a buscarla. Sin embargo la respuesta del consulado fue negativa.
El 9 de noviembre de 1938, la Noche de los Cristales rotos, Gerta y Muño estaban en el lugar equivocado. Se llevaron de la casa donde se hospedaban, de ‘Viden’, un pariente lejano, a todos los hombres.
Sin desanimarse, aun sabiendo a su marido detenido, insistió en el plan original y se puso a buscar otra posible salida de Alemania.
“En Hamburgo, todos los consulados estaban en la misma calle y pasé de uno a otro, día tras día, solicitando visa para viajar a cualquier sitio: Colombia, El Salvador, México...”, rememora. Por casualidad, dice, entró a una oficina, la naviera Hapag Lloyd, pensando que era otro consulado y un hombre de nombre ‘Otto’ la atendió, sin saber que sería una pieza que clave en su huída.
Le preguntó si era hebrea. Ella asintió con la cabeza y él le aclaró que había otro consulado, pero estaba en el segundo piso... era el de Panamá. “No todos estamos contra los judíos”, le dijo animándola a subir.
“A cargo del consulado estaba un señor de apellido Icaza, de eso me acuerdo”, explica Gerta, 77 años después. Ese cónsul, con mal alemán, fue quien le abrió las puertas del istmo.
Cada visa valía 250 dólares y conseguir el dinero fue otro reto, pero no un obstáculo. Quedaba, todavía, liberar a Moisés.
ENGAÑANDO A LOS NAZIS
El cuartel de los nazis permanecía con la luz encendida pasadas las 8 de la noche, cuando Gerta ya tenía destino de huída y sin dudarlo, pero con la recomendación en contra de Otto, se decidió a presentarse ante el enemigo.
Convertida en una persona que no era solo con su imaginación y dotes interpretativas, pasó valiente el letrero que advertía : “Prohibida la entrada a judíos”.
Aunque hablaba alemán a la perfección, actuó como si no lo supiera. Utilizó el dialecto del pueblo, de la gente común y corriente para preguntar por su marido, a quien necesitaba para “viajar a Sudafrica”.
"Me presenté como un poquito coqueta y un poquito loca, las dos cosas. No se lo esperaban y me dejaron entrar. Había entre ocho y diez hombres y pedí que llamaran al jefe. ¡jefe, jefe, jefe!, decía”, narra con la precisión de quien sabe que ese fue el momento más importante de su vida.
La hicieron pasar, ella mostró sus papeles, que estaban en inglés, a propósito no contestó lo que sí entendía y como por arte de magia salió con una orden de liberación para su marido.
“Fue un truco de los que funcionan solo una vez en la vida”, reconoce.
Era un miércoles y el alemán le dijo que el domingo trasladarían a su esposo. Ella se levantó, y con un ademán de ballet agradeció al uniformado, que tampoco se lo esperaba.
Su esposo llegó a Berlin,según lo previsto, en unas condiciones que no quiere recordar, no así la felicidad con la que se abrazaron.
Otto volvió a aparecer en escena, cuando les avisó que un grupo de judíos-colombianos que habían estado de visita volvían a América en un barco del que él tenía conocimiento. Con su complicidad, lograron embarcar desde la costa francesa, donde les esperaron quienes, además, les ayudaron a pagar visa y pasaje.
“Fue el señor Rosenberg, colombiano, muy adinerado, quien nos prestó los $750 necesarios para las visas”, cuenta Gerta, que también agrega que no descansó hasta que, tres años después de instalarse en Panamá, pudo pagar la deuda.
“Yo sé que todos los sobrevivientes del holocausto tienen un cuento, pero el mio es único”, sostiene.
Llegar a Panamá fue casi una casualidad y solo conocía del país, que tenía un canal, pero pronto se integraron a la entonces pequeña sociedad local.
Su esposo fue el primer entrenador del equipo de El Chorrillo, en 1953. Murió en 1974, en Viena, en uno de sus viajes con Gerta. Ella se lo trajo a Panamá, en cuyo suelo espera descansar, pero cuando le toque, ni un día antes. ¡Le haim, por la vida !
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