Pandillas, la ley de El Chorrillo después del Cuartel

La invasión norteamericana es un parte aguas en la vida del barrio. Tras la desaparición de la sede militar, surgió un gran vacío que fue aprovechado por las bandas que controlaron la zona por dos décadas

Cuando se topa la muerte tan de cerca, y los balazos dejan marcas en el cuerpo pero se sigue con vida, los expandilleros se asombran si pasan de 30 años. Sienten que Dios les ha dejado vivir, algunos se vuelven religiosos dejan el crimen pero quedan desorientados ante la falta de trabajo. Han hecho oficios de carpintería, albañilería, o de electricidad, pero son ocupaciones esporádicas. No cuentan con un sustento fijo, los agobia la informalidad. Un expandillero contaba con orgullo que aprendió las labores en la construcción de la Cinta Costera III, pero vive de los trabajos informales que se presentan. Esta inconsistencia en los ingresos lo hace menos tolerante y afecta características vitales en su funcionamiento como ser humano.

Su nombre es Javier; en la pantorrilla tiene un tatuaje de una mujer desnuda con los muslos abiertos enseñando sus partes. ¡Es mi mujer!, exclama con orgullo. Ahora tiene 42 años y dice que no lo puede creer. Cuando niño era sano, pero los miembros de la banda de enfrente les robaban.

Cansado del abuso consiguió una pistola. En sus palabras: encontró al Diablo. Inició su pandilla para vengarse. Con el arma robó y mató. “Eso me llevó a la cárcel, me abalearon muchas veces, tengo diez tiros en mi cuerpo”, narra. El resto de los miembros de la pandilla que siguen vivos es porque están en la cárcel, algunos pagan pena en Estados Unidos.

“Vivir en este barrio es una demencia, afirma. Tu ves todo tranquilo aquí, a esta hora que es mediodía -sigue diciendo- pero es un simulacro solamente, porque más tarde esto aquí parece una cantina. Bulla por aquí y por allá. Señala el primer piso del edificio en el que se asoma un aire acondicionado por la ventana y dice que ni siquiera puedo escuchar la televisión por el ruido; “si dices algo quedas discutiendo”. Luego añade: “en el patio del edificio escuchas a una que reclama a la otra que si le hizo brujería, se gritan, se insultan. Es lo que se vive en los guetos”.

ORIGEN DE LA VIOLENCIA
Para entender a El Chorrillo se necesita tomar en cuenta varios factores: el primero, un hito histórico: la invasión norteamericana; un parteaguas en la desconsolada mirada del barrio.

El segundo, es la desaparición del cuartel militar, sede del aparato de inteligencia y de las operaciones militares del entonces General Manuel Antonio Noriega y de sus antecesores, como el legendario General Omar Torrijos. Además de uno de los puntos más importantes de entrada de mariguana que tenía como cliente principal a las bases militares. Un tercer elemento, es que posterior a la invasión hubo disponibilidad de armas que terminaron en manos de los pandilleros. El último y no menos relevante es que el negocio de la droga, que antes era controlado por la institución de seguridad, se liberó y transformó a las pequeñas bandas en pandillas.

El Chorrillo tuvo dos momentos: el barrio obrero, y el de ahora, este que esn vías de recuperar una identidad, hasta ahora difusa. Desde su fundación, el 29 de abril de 1915, se convirtió en residencia de cientos de trabajadores que estaban ligados a la construcción del Canal de Panamá. Esa masa obrera, humilde, definió su identidad a lo largo del siglo XX. Un barrio que se pobló por extranjeros que llegaron al país seducidos por la construcción de la vía interoceánica. Sus primeros pobladores eran de origen antillano, una herencia que aun se palpa en las esquinas donde se vende pescado y plátano frito en fondas improvisadas.

El cuartel militar se construyó en los años 40. Entonces, y hasta que fue destruido por los norteamericanos, existía una sinergia muy interesante con los vecinos. El General Roberto Díaz Herrera recuerda que la economía del barrio giraba alrededor del cuartel. Sus habitantes acudían a los uniformados para solicitar apoyo económico para fiestas, ligas deportivas o necesidades especiales.

Los militares inyectaban un aporte económico significativo al barrio: se lustraban los zapatos al estilo spit shine (escupiendo sobre el cuero); comían en el edificio Penonomé, ubicado a dos cuadras del cuartel; existía una clínica de salud para los guardias, que extendía su atención a los familiares y lugareños. Era una zona tranquila, entre vecinos nunca hubo motivos de conflicto. El control criminal en aquellos tiempos se acentuaba en la mariguana, en bandas insignificantes que robaban o asaltaban, simples rateros. En aquel tiempo, añade Díaz Herrera, “la droga estuvo centralizada, monopolizada bajo el control de Noriega, pero con la venia de las agencias de inteligencia norteamericanas. Noriega era socio de los carteles colombianos y nada ocurría sin su visto bueno”.

La invasión dejó una estela de trauma colectivo en los chorrilleros. Las cifras de la Iglesia estiman que, producto de las bombas que dejaron el Cuartel militar hecho cenizas, murieron 655 personas entre militares y civiles. Pero el Movimiento de los Caídos del 20 de Diciembre, asegura que fallecieron 4 mil personas. Como consecuencia de los ataques y la desaparición del cuartel militar, el barrio quedó acéfalo. Miles de personas quedaron sin trabajo, la mitad del barrio quedó en escombros; el gobierno de Guillermo Endara prometía una reconstrucción, que tardó años en concretarse. Era más que un barrio mártir.

Después de tres décadas, ningún gobierno ha emitido un censo oficial que indique la cantidad de muertes producto de la invasión. Una especie de sumisión gubernamental pro yanqui que dejó enterrados en fosas comunes sin nombres, sin tumbas y sin identidad, a los muertos y a sus deudos.

Seis administraciones gubernamentales electas en tiempos democráticos han dejado en el anonimato a una gran cantidad de víctimas de este trágico episodio de la historia panameña, incluidas dos administraciones del partido revolucionario de Omar Torrijos. Una forma de hacer saber al pueblo cuán importante es para los gobiernos. El más reciente esfuerzo se concretó con el Decreto Ejecutivo 121 del 2016, que conformó la Comisión 20 de diciembre, con el propósito de determinar el número de víctimas de la invasión en un periodo de dos años, pero nunca se supo nada que redimiera el dolor.

ACEFALÍA Y PANDILLAS
El descontrol en las fuerzas del orden panameñas, que ocurrió posterior a la invasión, ocasionó que las bandas tuvieran acceso a las armas de guerra que provenían de las fuerzas militares, y otras de origen centroamericano, específicamente de los resabios de la guerra de Los Contras en Nicaragua, financiada por los norteamericanos. También el negocio de la droga quedó sin control. Por tres o cuatro años la Policía Nacional, la única autoridad de control preventivo y represivo, quedó muy desmoralizada, situación que fortaleció a las bandas. El Chorrillo se volvió un gueto confinado en sus propias fronteras.

Las pandillas nacen como agrupaciones de muchachos que necesitan actividades que los identifiquen, se bautizan con un nombre y lo cargan en la mente, en el cuerpo y lo ven como su proyecto de vida. Se enfrentan a contrarios, dispuestos a sacrificar sus vidas que la mayor de las veces no superan los 30 años. En un momento -revela el sociólogo Marcos Gandásegui- son infiltrados por autoridades policíacas y por políticos, y se convierten en herramientas útiles para sus maleanterías contra terceros. La misma Policía decomisaba y vendía las armas en el mercado negro.

Siempre ha existido una relación íntima entre la Policía y las bandas. Pero esto no provoca que desaparezcan -explica Gandásegui- porque están apadrinados por la misma autoridad. A juicio del sociólogo, este padrinazgo se palpa en programas como Barrio Seguro u otros de carácter similar, que otorgan pagos o subvenciones a los pandilleros a cambio de eparticipar en programas de capacitación. Asegura Gandásegui que hubiera sido bueno, siempre y cuando, a esos jóvenes se les diera educación y apoyo a las familias, “pero no se logró con éxito”, sentencia desilusionado.

Muchos programas han sido contraproducentes, opina el padre Fray Javier Mañas, quien dirige la escuela de Fátima. “A mí me decía la gente sencilla que si debían matar para que el gobierno los tomase en cuenta”, dice asombrado. Es como premiar una conducta inapropiada. El Estado debe ayudar -reflexiona- pero no se puede hacer un programa con ese perfil, está mal enfocado, añade. A continuación recuerda otros proyectos que buscaban reorientar a los jóvenes: se ofrecían talleres de mecánica, pero el gobierno concentraba a pandilleros rivales en un salón. "Hasta el instructor quedaba preso" se ríe ahora Fray Mañas. Luego se decidió separar a los jóvenes para evitar este tipo de conflictos. Después hubo programas para pintar bardas, y les daban $50 y una bolsa de comida, esto tampoco funcionó, reseña.

No hay comentarios

Publicar un comentario